Una Erasmus para Laura - Capítulo 37

―Mamá… ―la saludó Paul que acababa de entrar en la cocina— Buenos días. ¿Cómo has dormido?

Su madre preparaba el desayuno en una mañana de domingo gélida. Los árboles y las plantas del patio trasero aparecían llenos de escarcha blanquecina. Noviembre había traído algo más que el colofón del otoño, noviembre se estaba convirtiendo para los habitantes de La Isla en el preludio de un invierno duro, inhóspito y gélido. Una fina capa de hielo acristalaba la mesa de piedra y las sillas de hierro que estaban arrimadas a su alrededor. Casi se podía patinar por los pasadizos entre los parterres donde los rosales aguantaban la helada de manera estoica.  El inmenso ventanal, por el que penetraba una luz opaca y grisácea de un sol apenas amanecido y que luchaba contra la espesa capa de neblina que se iría difuminando con las horas, estaba empañado por la diferencia de temperatura. Pero en la cocina de la casa reinaba el calor y la comodidad. Los muebles de madera de haya le daban aquel toque acogedor que siempre venía a la mente de Paul cuando pensaba en su madre allí en la cocina fabricando manjares con los que deleitar a su familia. Era esa una de las mejores imágenes que Paul guardaba entre otras muchas, siempre que pensaba en su hogar.

 Pat batía huevos en un plato, tenía preparada una sartén con unas cucharadas de aceite a punto ebullición encima de la cocina, lista para hacerlos y una plancha, que ya humeaba, para hacer las tortitas dominicales que tanto gustaban a sus hijos.

―Buenos días, hijo ―le sonrió gratamente sorprendida―. Pues no he dormido muy bien, tengo asuntos que resolver con la tienda que me quitan el sueño frecuentemente ―Pat le miró sonriente, Paul andaba curioseando entre lo que preparaba su madre para desayunar―. ¡Qué temprano te has levantado hoy! ¿Por qué?  Un duende grita en mi oído y me dice que algo te preocupa… Tu voz te delata, cariño.

―¿Tan transparente soy para ti, mamá?

―Soy tu madre… Te conozco bien.

―Me alegro, es una de las razones por las que te quiero, mami.

Paul se acercó a ella en pijama, zapatillas, envuelto en su bata de felpa y con el cabello alborotado y le estampó un  enérgico y cariñoso beso de buenos días en la mejilla estrujándola lateralmente, tanto, que estuvo a punto de hacerla tirar el contenido del plato que sostenía en una mano.

―¡Hey! ―se quejó ella―. Como me tires estos huevos no habrá huevos revueltos hoy. Son los últimos que he encontrado en el frigo.  Hay que hacer una lista para el súper y reponer…  Jamila no ha estado muy atenta a las compras esta semana y esto es lo que pasa cuando a ella se le pasa reponer lo que se va gastando de la despensa.

―Pues, ¿qué quieres que te diga, mamá? La gran mayoría de los días no como en casa… Imagino que como todos los demás. Sólo lo hace Jamila…  Supongo que con los huevos que quedaban, para ella hubiese tenido para más de una semana… y hoy es domingo y no viene. Es un despiste que se le puede tolerar a cambio de todos sus desvelos por nosotros. La casa está siempre que  a punto y destella de limpia y ordenada. ¿No es cierto, mami?

―Llevas razón, Paul ―le sonrió―. Tu siempre tan analítico… Jamila es un tesoro, lleva tantos años con nosotros que es como de la familia.  Pero… ¿y esa cara? Se nota a la legua que nos has dormido bien esta noche… o la parte de la noche que hayas podido dormir… ―sonrió pensando que Mike y él habían llegado bien tarde a casa―. Imagino que no te has levantado para hablarme de la asistenta y sus razones para no comprar más huevos, ¿no?

―No ―sonrió pensando en la posibilidad de hacerlo si no se encontraba con fuerzas para hablarle de todo lo que llenaba su cabeza en ese instante―. Quería hablar contigo, antes de que se despierte todo el mundo, mamá, es eso ―le aclaró sirviéndose una taza de té humeante con leche y sentándose a la mesa...