El rabadán
libio (verano de 2011)
El sol caía implacable a aquella hora temprana de la
mañana, no hacía mucho que había amanecido, pero en el desierto siempre hacía
calor. Abdeselam Sadik Mohamed y su compañero Maamun al-Wasītī
circulaban en un Land-Rover Ranger sorteando los baches que ofrecía aquella
carretera de mala muerte por la que se dirigían hacia una aldea perdida en
medio del país. Habían viajado toda la noche, salieron de Ajdabiya, en el
norte, donde las reyertas y combates de la rebelión contra el régimen del país
eran muy numerosas y en donde algunas
organizaciones fundamentalistas tenían el control de unas bases donde
entrenaban a sus soldados.
Kilómetros y kilómetros de desierto, a ambos lados de la
carretera las dunas subían y bajaban, de vez en cuando se cruzaban con algún
camión o algún coche particular, pero conducir por aquella ruta era del todo
monótono. A lo lejos divisaron un asentamiento
campesino donde dos camelleros
movían a sus recuas de camellos, guiándolos a gritos para hacerse entender por
los animales de la manada. Alrededor de pequeñas y míseras aldeas, que
fortuitamente aparecían al paso, se veían algunos cultivos; pero después todo
era desierto y arena. A lo largo de varios kilómetros se encontraron también
restos de los combates recientes, una señal inequívoca de que el germen de la
guerra estaba calando hondo en el país.